Valérie Robin Azevedo est directrice du CANTHEL (EA 4545), professeure d’anthropologie à l’université Paris Descartes. Chercheuse associée à l’Institut français d’études andines (IFEA-UMIFRE17 MAE/CNRS).

Spécialiste du Pérou et des sociétés andines quechuaphones.Ses thèmes de recherche s’inscrivent dans trois champs principaux :

  • L’étude du christianisme andin, des rites funéraires et des représentations de la mort et de l’au-delà ;
  • Les constructions identitaires, les relations interethniques et les politiques multiculturelles dans les pays andins ;
  • Les productions mémorielles et les politiques de réparation relatives au conflit armé péruvien de la fin du XXe siècle.

Ses recherches actuelles sur l’impact socioculturel des politiques de réparation aux victimes de conflits armés s’inscrivent à la charnière d’une anthropologie de la violence, de la mémoire et du deuil. Centrées sur les exhumations de charniers et leurs enjeux politiques et symboliques, elles s’intéressent au traitement rituel et mémoriel des défunts et disparus de la guerre au Pérou pour réfléchir à la façon dont les catégories de l’imaginaire et du religieux réinvestissent ce retour inespéré des disparus. L’identification et la ré-inhumation des corps ou de leurs substitut induisent en effet des dynamiques socioculturelles inédites qui aboutissent à la reformulation des relations avec le défunt, à nouveau traité comme un humain apte à recevoir une sépulture auprès des morts de la collectivité. Enfin, c’est un questionnement épistémologique plus général sur l’usage et la catégorie même de deuil qui sera développé.

 

 Entrevue extraite de Clepsidra. Revista Interdisciplinaria de Estudios sobre Memoria | ISSN 2362-2075. Volumen 6, Número 12, octubre 2019, pp 168-181

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Entrevista a Valérie Robin Azevedo

“Mala muerte”. Exhumaciones y memorias del posconflicto armado en Perú

por Marcos Carbonelli

En esta entrevista Valérie Robin Azevedo narra los desafíos de su trabajo antropológico en las comunidades campesinas quechua hablantes de los Andes peruanos. Su recorrido parte de temas clásicos de la Antropología de la Muerte como la relación de los vivos con sus ancestros a través de los ritos funerarios para hacer de la “mala muerte” su foco de interés.

Desde este enfoque, su trabajo basado en las exhumaciones y memorias del postconflicto armado ofrece claves interpretativas originales para comprender la coexistencia de memorias no apaciguadas y el variado repertorio del que se valen los familiares, en alianza y tensión con el Estado, para hacer un trabajo de duelo necesario de los desaparecidos del con icto armado, ya sea a partir de la restitución de los cuerpos, de sus ropas o en ausencia. Para ello, Robin pone en práctica diversas estrategias de investigación que ayudan a las víctimas y familiares a hablar en primera persona y quebrar la memoria oficial.

 

Marcos Carbonelli: ¿Cómo fue que comenzaste a estudiar el caso de la producción de la memoria en torno al conflicto armado en Perú?

Valérie Robin Azevedo: Mi interés comenzó con mis estudios de antropología a fines de los años noventa, me llamaba la atención el caso de la guerrilla de Sendero Luminoso,1 pero cuando se lo comenté a mi directora se negó a que estudiara ese tema, diciéndome que era un tema muy denso y podía resultar peligroso hacer trabajo de campo. Entonces, me puse a trabajar sobre otros temas, en particular de religión, y me dediqué a analizar la relación que une los vivos a sus difuntos y los diversos procesos rituales funerarios en los Andes quechua hablantes de Cuzco, en el sur del Perú. Lo hice desde una perspectiva etnográ ca y también histórica interesándome en el del proceso de evangelización y su impacto en la destrucción del cul- to a los ancestros que fueron satanizados para entender cómo se reconfiguraba la muerte en esos casos. En realidad, no es algo que esté totalmente desvinculado de lo que hago ahora, pero en su momento había escogido un enfoque más tradicional de la Antropología de la Muerte. El tema de la “mala muerte” me interesaba mucho y, con el contexto de la guerra, se expandió, plasmándose en relatos de apariciones, fantasmas y sueños con las almas.

Cuando terminé la tesis, en 2002, en un contexto en el que se iniciaba el trabajo de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) en Perú, y se abrían debates en torno al tema de la memoria y el papel que esta podía o, incluso, debía cumplir en la sociedad “posconflicto” peruana, era imposible no interesarse por esas cuestiones. Además, yo sentía que tenía la suficiente experiencia en el trabajo de campo como para abordar estos temas. En ese marco, la preocupación era recopilar las memorias subalternas que habían sido invisibilizadas por la memoria impuesta en el escenario público por el régimen del presidente Fujimori, que se consideraba en alianza con las Fuerzas Armadas como los “ganadores de la lucha contra el terrorismo”. La pregunta que surgía era de qué manera la memoria podía “sanar las heridas del pasado”. Surgieron entonces varios procesos sociales en torno al trabajo que es- taba llevando a cabo la Comisión. Eso me dio ánimo para estudiar las memorias campesinas quechuas en torno al con icto armado. Es decir, cómo esa memoria se procesaba a nivel local y no solo nacional.

 

M. C.: ¿En qué año, entonces, comenzaste tu investigación?

 

V. R. A.: Empecé en 2004, cuando la Comisión ya había terminado su informe y había ya una distancia suficiente como para empezar a dimensionar su impacto, no solo en tanto recolectora de información, sino también como “emprendedora de memoria”. En eso años, la agenda nacional estaba enfocada en la región de Ayacucho que había sido epicentro del conflicto armado y era donde yo quería trabajar. Luego, el Estado empezó a implementar políticas de reparación y me interesó entender, además de las cuestiones de memoria, el proceso de búsqueda de personas desaparecidas y la multiplicación de las exhumaciones de fosas implementada por el Ministerio Público. Esto para mí era una manera de volver hacia el tema del doctorado sobre prácticas rituales y representaciones de la muerte, pero en este caso en el contexto poscon icto. Quería comprender cómo se reconfiguran esas prácticas, cuando el cuerpo es restituido a sus familiares años más tarde. Pero tal devolución del cuerpo no siempre es posible – en la mayoría de los casos, en realidad – y de allí surgen las alternativas y los bricolages rituales con los substitutos, plasmado en lo que Louis-Vincent Thomas llamó los “funerales ficticios”, es decir rituales in absencia.

 

Valérie Robin Azevedo. Fotografía: Gabriela Salomone

Empecé a tratar de descifrar procesos sociales a través del análisis de determinadas formas de corporalidad. Me interesaba estudiar cómo la memoria popular se plasmaba en los estereotipos corpóreos de las diferentes categorías de espíritus en espacios rituales. Así que empecé a hacer etnografía sobre temas de cuerpo, memoria popular, pasado traumático, buscando sus inscripciones recíprocas.

M. C.: ¿Cómo fue el proceso de ingreso a ese campo?

 

V. R. A.: Cuando empecé a trabajar, después del trabajo de la Comisión, la gente asociaba a quienes iban a las comunidades con funcionarios del Estado o de ONGs. En ese marco, cuando llegué a una comunidad campesina el jefe de la ronda antisubversiva, 2 que había sido acusado por violaciones a los derechos humanos, me dijo: “Vas a trabajar sobre la memoria de la masacre que cometió Sendero Luminoso en este pueblo (…)”. Ahí me di cuenta de que, si bien la entrada al tema de la memoria había sido facilitada por los trabajos de la Comisión, lo que circulaba era una visión normada y muy maniquea de la memoria, que separaba entre buenos y malos, víctimas y perpetradores, pero que en realidad estaba muy atada a los intereses de los detentores del poder político.

Entonces, al principio los detentores del poder local, en general los varones, quienes habían estado en la ronda campesina, eran los que tomaban la palabra en el espacio público e imponían su versión de la historia.

Te daban la versión que ellos querían que se supiera y difundiera. Así proponían una “memoria salvadora”, en la que ellos se presentaban a la vez como “víctimas del terrorismo” y como “héroes de la paci cación”, colaboradores del Ejército y defensores de la “patria en peligro”. Esa era la versión que recibieron, en muchos casos, los representantes de la CVR. Gracias al trabajo antropológico, al poder permanecer más tiempo y construir una con anza con la comunidad –particularmente con las mujeres– pude acceder a otros relatos y a otros actores sociales conversiones distintas.

También fue clave hablar el mismo idioma que ellos: yo empecé mis estudios de Antropología junto con mis estudios sobre lengua quechua y civilizaciones andinas cuando tenía 18 años.

 

Trabajo de campo en Cceraocro, con Claudia Gómez y los niños del barrio. Fuente: Ricardo Caro.

El quechua, los rituales y una memoria emblemática

M. C.: Entiendo que ese domino de la lengua nativa te permitió interiorizarte de manera más profunda en ese contexto campesino atravesado por la violencia y captar otros sentidos de aquellas experiencias de conflicto armado, pero ¿qué pasaba con tu condición de investigadora, extranjera, blanca, europea? ¿Esa diferencia cuánto te facilitó y en cuanto te obstaculizó la mirada?

 

V. R. A.: Por mi doctorado, tenía la experiencia de haber compartido por más de dos años la vida cotidiana con poblaciones campesinas quechua hablantes en otra región del Perú que no había sido afectada por el coflicto. Yo no hablo tan uido el quechua como el español, pero me de endo, transcribo y traduzco las entrevistas que hago en ese idioma. Y el hecho de hablarlo te da una cercanía y permite una empatía que el uso de un traductor no te da. De hecho, cuando fui a Ayacucho junto con un colega peruano, que es de Lima, pero que no habla quechua se puso en evidencia esta cuestión: ¿Quién es el extranjero? ¿Yo, que soy europea, que vengo de París, pero que hablo quechua con las mujeres o él que es peruano, que es de Lima, pero que no habla quechua? Nos reímos y bromeamos en quechua con las personas de la comunidad campesina a costa de mi amigo sobre la singular situación con esa pareja compuesta por una “gringa indígena quechua” y un “peruano gringo”. Fue muy interesante esa experiencia porque me hizo pensar en cómo las categorías habituales de otredad se revisan y cambian. Aparte de hablar la lengua, el hecho de residir allá durante mucho tiempo, de vivir con una familia y, luego, volver cada tanto hizo que se estrecharan aún más los vínculos, especialmente con las pobladoras. Otro hecho que me ayudó mucho a crear nuevos vínculos y fortalecer otros que venían de antes con los pobla- dores fue lmar en 2007 un documental –junto con Nicolas Touboul– sobre las memorias del conflicto armado, que se llamó Sur les sentiers de la violence [Por los senderos de la violencia].3 Tuvimos la posibilidad de compartirlo, de proyectarlo en la comunidad y fue importante para que la gente pudiera expresarse en un contexto donde hay, a nivel nacional, una terrible falta de interés y una gran invisibilización de las ex- periencias dolorosas y de la marginalización de estas poblaciones.

Gracias al trabajo antropológico, al poder permanecer más tiempo y construir una con anza con la comunidad –particularmente con las mujeres– pude acceder a otros relatos y a otros actores sociales con versiones distintas. También fue clave hablar el mismo idioma que ellos

M. C.: ¿De qué trata especí camente el documental?

 

V. R. A.: El documental rastrea dos procesos muy distintos de construcción de la memoria colectiva de la guerra. Se basa en estudios de casos de Ayacucho, en los dos lugares donde he trabajado. Uno es Ocros, donde ocurrieron varias masacres perpetradas por los senderistas, que los pobladores decidieron representar bajo la forma de una performance durante los carnavales. El otro es el pueblo Huancapi en donde analizo el papel protector que se adjudica al santo patrono del lugar, durante la guerra, en momentos en que desaparecían decenas de personas en la base militar contigua a esa localidad. En el primer caso, el documental sigue los ensayos y la representación de la masacre, lo que les permite enarbolar una identidad colectiva de “víctimas del terrorismo” y de “héroes de la pacificación”, de acuerdo con la retórica de la “memoria salvadora” de los militares. De esa manera, se silencia o se olvida la parte más oculta de sus “secretos públicos”. En la segunda parte, el documental explora la “memoria heroica” alrededor de San Luis, es decir, una memoria santi cada que permite realzar formas de heroísmo local contra los militares, si lo analizamos desde la perspectiva de lo que trabajó James Scott con respecto a la infrapolítica de los dominados.4

 

M. C.: ¿Podrías contarnos más especí camente cómo se entrelazan estas creencias con el discurso heroico que permite enfrentar a los militares?

 

V. R. A.: En Huancapi, se considera que el santo salvó a sus habitantes de todos los actores armados: de militares, pero también de los senderistas. Se dice que fue mediante sus advertencias en sueños que logró persuadirlos de sus acciones armadas. Lo sorprendente es que uno se encuentra con personas que al mismo tiempo que reproducen el relato mítico de la protección del santo te dicen que a su hermano lo mataron o que a su esposo lo desaparecieron. Son dos tipos de discursos distintos: en uno se evocan los hechos con- cretos ocurridos que asolaron al pueblo; y en el otro, se intenta controlar una situación incontrolable, en regiones sometidas por los militares. Son situaciones de terror, de continuas amenazas y de riesgo de vida frente a las cuales la apelación al santo permitió reconstruir a posteriori un discurso heroico y de salvación. Esto fue posible únicamente porque la población se puso ella misma a defender al santo patrón impidiendo que el cedro centenario de la plaza principal, considerado como el “doble” del santo, fuera talado. Los pobladores se organizaron y lo impidieron, enfrentándose físicamente al cordón militar que rodeaba la plaza. Fue en ese momento cuando los pobladores, que hasta el momento no habían dicho nada contra los militares, ni habían denunciado las desapariciones ocurridas, se juntaron, sacaron al santo de Iglesia, lo pusieron en la plaza y encabezados por las mujeres comenzaron a vociferar “Asesinos, asesinos, están matando a nuestro santo”. Esta ocasión fue una manera de enfrentar a los militares, pero de forma aparentemente despolitiza- da, en defensa de la cultura, del patrimonio religioso del pueblo. Hay que tener en cuenta lo que signi caba esa reacción colectiva en un momento en el que había toque de queda. Esa movilización colectiva solo fue posible en el contexto de la defensa del santo, ese discurso religioso de algún modo los protegió de la represalia militar y, al mismo tiempo, les permitió denunciarlos, porque la gente afirmaba convencida que los militares querían tumbar el árbol para alimentar su horno, donde se decía que quemaban a los desaparecidos.

Entonces, en definitiva, todo el discurso en referencia al santo es muy importante porque les permitió a las personas revertir, aunque fuese por un tiempo breve y una victoria muy simbólica, la relación de dominación y el silencio que los subyugaba. Fue una suerte de palabra liberada y el santo una suerte de mediador. Este evento se volvió propicio para que el papel mila- groso y heroico otorgado al santo patrón accediera al rango de “memoria emblemática” tal como la calificó Steve Stern.5 Además, permitió que el pueblo recobrara su dignidad por sus propias acciones, no solo discursivamente.

Aunque esta memoria emblemática convive en Huancapi con otra memoria, la de herida abierta de los familiares de los desaparecidos, que busca justicia y el lugar de los cuerpos; con San Luis se fue gestando una suerte de mito incluyente y totalizador que autoriza a mirar hacia el pasado con cierto orgullo y permite proyectarse hacia el futuro como colectivo. Se trata de una memoria que todos los huancapinos pueden hacer suya puesto que “el santo es de todos”, más allá de las diferencias ideológicas de cada uno durante la guerra. Además, el retrato de una comunidad unida que logró vencer a los enemigos foráneos permite al mismo tiempo callar un “secreto público” mayor: eludir el hecho de que varias de las desapariciones fueron producto de delaciones y de conflictos interpersonales ajenos al conflicto armado.

 

M. C.: ¿Cómo ubicás estas memorias locales en el marco más general de la memoria del conflicto armado?

 

V. R. A.: Creo que la memoria del conflicto armado es una llaga abierta, no está apaciguada para nada y sirve a menudo para intentar desacreditar al contrincante en el escenario público. Por ejemplo, cuando se captura a Abimael Guzmán y a la cúpula senderista hubo un uso político de ese hecho por parte del fujimorismo, que estuvo en el gobierno entre los años 1990 y 2000, y que vio la oportunidad para “satanizar” todo tipo de movilización social bajo el argumento retórico de su asociación con el terrorismo. 6

Luego hubo un período de apertura, de mirada más crítica, más constructiva, hacia el pasado, a raíz del trabajo de la Comisión de la Verdad y Reconciliación entre 2001 y 2003. La Comisión propició la expresión de historias disímiles con una visión mucho más compleja de lo ocurrido en algunas zonas, como en el caso de los Andes donde un con icto fratricidio se superpuso al conflicto político. Hubo luego una palabra que se liberó a partir de los hijos. Por ejemplo, hijos de senderistas o de militares hicieron sus relatos desde ese lugar, el de “hijo de”, expresando mediante la literatura o el ensayo una visión crítica sobre el papel actuado por sus padres e insistiendo en el peso que cargan y en sus propias di cultades de reconciliación personal luego de la muerte de sus familiares. Pienso, por ejemplo, en Renato Cisneros, periodista e hijo de un general ministro de guerra con su novela La distancia que nos separa (Planeta, Lima, 2015) o en José Carlos Agüero, hijo de mandos medios de Sendero Luminoso, ambos padres ejecutados extrajudicialmente, con su ensayo Los rendidos. Sobre el don de perdonar (IEP, Lima, 2015). Pero la apertura hacia una mirada menos maniquea del pasado después del trabajo de la Comisión fue, a mi parecer, cerrándose en los años siguientes. Por ejemplo, el escritor José Carlos Agüero, historiador y militante de derechos humanos, fue cuestionado por dicha herencia y sufrió ataques verbales que lo estigmatizaban como terrorista porque sus padres habían sido miembros de Sendero Luminoso, pese a las críticas que él mismo hizo al accionar de sus padres. En su libro cuestiona precisamente la tremenda herencia del estigma y re exiona sobre la responsabilidad que cargan los hijos. Sus reflexiones sobre el don de perdonar y las di cultades de la reconciliación en este país son realmente preciosas e importantes.

 

Valérie Robin Azevedo. Fotografía: Gabriela Salomone

 

Cuerpos restituidos, entierros simbólicos y santuarios

 

M. C.: ¿Cómo ha sido tu experiencia en los procesos de exhumaciones? ¿Qué características tuvieron en Perú estos procesos de restitución de los cuerpos? ¿Qué fue lo que más te ha impactado?

 

V. R. A.: Mi experiencia se enmarca en el proceso más amplio de reparaciones llevado adelante por el Estado peruano. Desde la entrega del Informe de la Comisión de la Verdad, el Estado empezó a plasmar medidas de reparaciones siguiendo las recomendaciones de la Comisión. Una de ellas fue establecer un registro único de víctimas a nivel nacional, imprescindible para identificar a quienes se debía reparar. A su vez, se creó en 2003 el Equipo Forense Especializado para exhumar fosas comunes especí camente relacionadas con el conflicto armado interno. Su intensa actividad forense permitió desenterrar hasta el día de hoy un promedio de 3.500 cuerpos enteros o restos óseos. El problema es que del total de cuerpos encontrados apenas la mitad ha sido identi cada y entregada a sus familiares. Eso significa que más de un millar y medio de cuerpos siguen yaciendo en los estantes del Instituto de Medicina Legal de Lima. Por ello, y para acelerar el proceso de identi cación y restitución a los familiares, fue promulgada en 2016 la Ley de búsqueda de personas desaparecidas con enfoque humanitario. La idea es deslindar la investigación forense de la investigación scal para acelerar el proceso de identificación y entrega a los deudos para que puedan cumplir su duelo. Se trata de que el Estado evite revictimizar a las personas afectadas por la violencia política de los años ochenta y noventa, desenterrando a los difuntos, pero sin devolverlos. De allí que se creó en 2017 la Dirección de Búsqueda de Desaparecidos con el objetivo de encontrar respuestas para los familiares sobre lo ocurrido y solo exhumar cuando había verdaderas posibilidades de devolver los cuerpos. El Estado comenzó a hacer entregas públicas y masivas de los cuerpos exhumados de distintas masacres con el afán de visibilizarlas y así concientizar a la población. Personalmente, me acerqué al fenómeno de las exhumaciones en 2011, cuando me invitaron a una romería, donde los deudos cargaban los ataúdes de sus familiares sobre sus hombros por las calles principales de la ciudad de Ayacucho. Me impactó mucho este “reencuentro” de familiares quienes, luego de treinta años de reclamar por el destino de sus parientes des- aparecidos, recobraban sus huesos para darles una sepultura digna. Fue una experiencia tan potente, a veces desgarradora, para los familiares, por supuesto, pero también para mí que sentí la necesidad de entender mejor el proceso de estas reparaciones, con sus logros y sus limitaciones. Algunas de las preguntas que me acompañaron desde el inicio fueron si las exhumaciones permitían realmente “sanar las heridas del pasado”, como a menudo se proclamaba. Y si era así, cómo era ese proceso.

Me acerqué al fenómeno de las exhumaciones en 2011, cuando me invitaron a una romería, donde los deudos cargaban los ataúdes de sus familiares sobre sus hombros por las calles principales de la ciudad de Ayacucho. Me impactó mucho este “reencuentro” de familiares quienes recobraban sus huesos para darles una sepultura digna, luego de treinta años de reclamar por el destino de sus parientes desaparecidos

M. C.: ¿Qué aprendizajes hiciste de estas experiencias como antropóloga? ¿Qué importancia tenía el cuerpo restituido para estas comunidades andinas?

 

V. R. A.: Como lo planteó Gabriel Gatti, las desapariciones forzadas son eventos que inducen un caos ontológico y una “catástrofe para la identidad”.7 Pero, a su vez, la apertura de fosas y el “regreso” de los desa- parecidos como muertos reconfigura la relación con la muerte, el cuerpo y el duelo. Por ello, las exhumaciones son procesos complejos, a nivel individual y colectivo, que provocan un nuevo trastorno y una etapa de expectativas e inestabilidad dolorosa para las fami- lias porque deben encarar una realidad muy ardua: el n de la esperanza de encontrar a sus seres queridos con vida. Si bien existe un consenso para reconocer la potencia emocional de las exhumaciones para los familiares, el impacto sociocultural de la (re)aparición del esqueleto y del contacto con los restos humanos, en cuanto a reorganización ritual y simbólica, aún ha sido poco abordado por las ciencias sociales. Parte de la violencia que induce este encuentro también debe relacionarse con el hecho de que los familiares necesitan inventar nuevas herramientas para enfrentar esa experiencia difícil. Se vuelve a tejer una relación física con estos seres que integran nalmente la categoría de difunto y dejan el estado liminal que los caracterizaba, ni muerto ni vivo, y que la antropología califica de “mala muerte”. Como ha sido señalado ya por otros colegas, como Laura Panizo para el caso argentino, por ejemplo, recuperar huesos no produce una coincidencia fácil ni inmediata con lo que fue la persona en vida. Es necesaria una operación cognitiva compleja para lograr sincronizar esos huesos con la imagen de la persona. Y la performatividad de la acción ritual funeraria recién es posible cuando esto es aceptado por los parientes y el entorno social inmediato. Sin embargo, esto no implica que deba ser obligatorio el contacto visual con el cuerpo restituido. Varios de los familiares que acompañé en Ayacucho rechazaban, por ejemplo, ver los cuerpos, es decir, los huesos de sus muertos en la morgue y solo querían recuperar el cajón cerrado. Pero, en el Perú presenciar al “armado de cuerpo” – es decir, asistir a la detallada exhibición y depósito en el ataúd de los huesos por el personal forense – se ha vuelto una obligación legal para los familiares, con el fin de respetar la “cadena de custodia”. Una persona con quien hablé del tema allí consideraba, incluso, que “mirar el cuerpo” era un paso necesario para que los deudos procesen su duelo. Esta perspectiva normada está relacionada con el fenómeno creciente de psicologización del duelo, que se diferencia de la teoría freudiana de la simbolización, tal como plantea Dominique Memmi. 8

Conocí, incluso, situaciones peores que fueron denun- ciadas por la Defensoría del Pueblo. Cuando el Estado no tenía presupuesto, si la Cruz Roja no nanciaba los ataúdes, los restos eran entregados en latas de metal o bolsas de plástico, como si fueran elementos desecha- bles. En estos casos el Estado intentando reparar, re- victimiza a los familiares de los desaparecidos.

Entrevista con el líder campesino Manuel Llamoja en Concepción. Fuente: Ricardo Caro

M. C.: ¿Qué sucede en los casos en los que no es posible identi car los cuerpos?

 

V. R. A.: Cuando el trabajo forense resultaba imposible, como en el caso emblemático de la Hoyada, se implementaron dispositivos de identi cación visual alternativos o complementarios donde la pericia forense se basó en las ropas encontradas de los cuerpos anónimos. Este lugar colinda con la exbase militar “Cabitos”, el principal centro de operaciones de la lucha contra Sendero Luminoso en Ayacucho, don- de miles de detenidos, acusados de ser “terroristas”, fueron torturados y desaparecidos. Sabemos que por lo menos medio millar habrían sido ejecutados ex- trajudicialmente y enterrados en la base antes de ser exhumados por los propios militares para ocultar las pruebas. Con la exhumación de la Hoyada, entre 2005 y 2009, se recuperaron 106 esqueletos, de los cuales 54 estaban completos. Pero hasta 2014, solo dos cuer- pos pudieron ser identi cados y entregados a sus familias. Pronto se debió afrontar que muchos cuerpos nunca serían identi cados por su estado desgastado. Para ayudar a individualizar los cuerpos, empezó un trabajo de reconocimiento de las prendas encontradas en las fosas. Primero, circularon por las zonas rurales exposiciones itinerantes basadas en fotomontajes de las ropas y objetos encontrados. La meta era encontrar sus dueños buscando a sus familiares puesto que la base Cabitos había detenido a gente oriunda de todo el departamento de Ayacucho. Después, se organizó una exhibición de prendas en Lima con la ropa recuperada sobre 53 cuerpos y el evento fue mediatizado para atraer a las familias a la muestra y acelerar las identi caciones. Fue así como una familia reconoció las prendas que llevaba su familiar al ser detenido y pudo enterrarlo.

Este proceso convive con otro que es el de recupe- ración imposible de ciertos cuerpos, tanto porque sabemos que la mayoría de los desaparecidos de la Hoyada nunca serán encontrados, como porque hay muchos casos en que los restos están en tan mal es- tado de conservación que jamás podrán ser identificados. Ante esta imposibilidad de recuperar algo de sus hijos o esposos detenidos en el cuartel Cabitos, la Asociación Nacional de Familiares Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú (ANFASEP) buscó patrimonializar la Hoyada y convertirlo en “santuario de la memoria”, impidiendo el intento de usurpadores vinculados con las Fuerzas Armadas que intentaban tomar el lugar para construirse viviendas allí. Inaugurado en 2011, es considerado por las madres de ANFASEP como un “lugar sagrado”. Ofrece un es- pacio donde “podría ser” que los desaparecidos estén enterrados. Como lo señaló Isaías Rojas-Perez, el uso del condicional y la posibilidad de una localización, aunque sea dudosa, sura la temporalidad inacabada de las desapariciones forzadas. Pese a la ausencia de los cuerpos, por n se abre la posibilidad de iniciar su duelo mediante prácticas cultuales. Como ritual de despedida, el rito mortuorio permite codi car el dolor, dice Louis-Vincent omas.9 Para ello, los seres humanos necesitan un soporte físico para encarnar al muerto y organizar el trabajo de duelo, aunque esto deba ser matizado y resulte distinto según las sociedades. Ante la ausencia de elementos corpóreos como soporte ritual, la práctica de sustitutos se inscribe en lo que él llama los “ritos funerarios cticios”. Estos “entierros simbólicos” se implementaron en los An- des peruanos. Para compensar la falta de cuerpos, se depositaba en el fondo de los ataúdes sin cuerpos una foto del desaparecido, alguna prenda suya guardada por la familia o algún alimento para velarlos y, luego, se emprendía una romería por las calles con los demás féretros con cuerpos. Los sustitutos tejen un puente e hilan una continuidad entre el cuerpo ausente y el mundo de los vivos. Reanudan el tenue lazo entre vivos y muertos en el lapso del ritual. La escenografía del ataúd abierto con los sustitutos ofrece a los familiares un soporte material y un marco ritualizado en el cual llorar a su muerto. El vínculo metafórico y meto- nímico con los objetos depositados facilitan la performatividad de los ritos funerales in absentia.

Valérie Robin Azevedo. Fotografía: Gabriela Salomone

 

Memoria o cial y relatos no apaciguados

M. C.: Entiendo que en Perú hay colectivos análogos a Madres de Plaza de Mayo, donde las mujeres son las que asumen el rol de buscadoras de justicias, aquellas que primero se mueven para peticionar ante las auto- ridades y reclamar la aparición con vida de desaparecidos, pedir justicia y construir memoria. ¿Podrías contar esa experiencia?

 

V. R. A.: Sí, hay un caso equivalente en Perú que es la ANFASEP que mencionaba antes. Son principalmen- te madres, esposas y hermanas de los desaparecidos en Ayacucho. En ese caso, son ellas las que lucharon y alzaron la voz primero poniéndose en peligro, las que pidieron justicia y buscaron a los desaparecidos. La perspectiva de género me parece muy potente para comprender estos procesos de memoria, verdad y justicia. Pienso, por ejemplo, en la importancia de los es- tudios de Kimberley eidon que propone considerar las esterilizaciones forzadas que ocurrieron en Perú en los noventa, en el marco del con icto armado, como un “crimen de guerra”.10 Además, esta perspectiva permite analizar no solo las violaciones que los soldados infringieron, sino también las que sufrieron ellos mis- mos. Se sabe – aunque no se habla mucho − que hubo dentro del ejército, en el caso de algunos soldados de menor jerarquía, popularmente llamados “cabitos”, que estaban haciendo el servicio militar obligatorio. Al no querer participar de las violaciones masivas, fueron ellos mismos violados. Fue una manera de callarlos y de impedir que delataran las violaciones, a veces a niñas de doce años, que habían presencia- do. A su vez, esta perspectiva hay que cruzarla con la dimensión étnica y de clase porque en el caso de las violaciones, si entrabas al cuartel y eras una campesi- na con rasgos indígenas marcados, bueno “eras para el cabito”, pero si, en cambio eras “más blanca, menos trigueña”, entonces “eras para el capitán”, para alguien de mayor jerarquía. La diferencia era que eras violada por una sola persona y no por treinta o cuarenta. En ciertos lugares, además hubo violaciones que fueron perpetradas por las propias rondas campesinas. Hubo un proceso duradero de militarización y patriarcali- zación de la vida cotidiana en el campo y, por eso, me pareció fundamental rescatar la voz de las mujeres.

 

Para compensar la falta de cuerpos, se depositaba en el fondo de los ataúdes sin cuerpos una foto del desaparecido, alguna prenda suya guardada por la familia o algún alimento para velarlos y, luego, se emprendía una romería por las calles con los demás féretros con cuerpos. Los sustitutos tejen un puente e hilan una continuidad entre el cuerpo ausente y el mundo de los vivos.

 

M. C.: ¿Cómo hiciste para acceder a esas voces? ¿El hecho de ser mujer te facilitó ese acceso?

 

V. R. A.: Tienes que quedarte un tiempo, generar algún tipo de intimidad con las mujeres para obtener otro tipo de discurso. Es lo que yo digo en mi trabajo: cuando las mujeres se ponen a hablar, y no a repetir el discurso o cial, su voz puede ser mucho más valiente, porque pueden decir cosas que los hombres nunca llegarán a decirte. Me re ero, por ejemplo, a las humillaciones que sufrían también los hombres. Cuando salían en busca de senderistas, los militares ponían en las primeras líneas a los campesinos, como carne de cañón. Las únicas que hablan de esto son las mujeres. Por eso, cuando sale, su voz puede ser más irreverente hacia el orden establecido y los detentores masculinos del poder local.

Cuando comencé mi trabajo de campo, las mujeres me decían “no, yo no sé nada, soy ignorante, soy analfabeta”. La estrategia que encontré fue participar en los cursos de alfabetización que estaban dirigidos exclusivamente a mujeres. Entonces allí, conversando con ellas en quechua, y sobre todo cuando no estaban sus hombres, es que empezó a uir otro tipo de relato, otro tipo de memoria con más matices, sobre el conflicto.

 

M. C.: Una suerte de contra memoria femenina del relato de la heroicidad masculina en ese conflicto.

 

V. R. A.: Exacto, pero en ciertos contextos. Esas mis- mas mujeres usaban la otra memoria, la o cial, en otros ámbitos. En contextos públicos ellas preferían decir que eran ignorantes, que eran los hombres los que sabían o reproducían las memorias masculinas. De acuerdo con los contextos de interacción hacían un uso y otro, sacaban una u otra memoria. La memoria heroica también era importante para las mujeres en un contexto social en el cual ese discurso les permitía ser reconocidas como víctimas y acceder a las reparaciones, ya fueran materiales o simbólicas. Es importante rescatar las distintas memorias que sobre esos eventos pueden tener distintos actores, para po- der recuperar sus posicionamientos, aunque sea a ve- ces complicado. Es un poco lo que yo quiero plantear cuando trabajo con la memoria de los senderistas.

 

M. C.: ¿Cómo emerge esa memoria senderista?

 

V. R. A.: Es una memoria invisibilizada por ser considerada “terrorista” y que no tiene cabida en el espacio público. No tiene cabida porque está el delito por apología del terrorismo en el Perú. Entonces toda manifestación, inclusive por la memoria de los muertos, es tomada como una amenaza a la seguridad nacional, es decir, como el potencial regreso del terrorismo. Esto se pudo ver en las exhumaciones de cadáveres de los senderistas de la fa- mosa “matanza de los penales” ocurrida en 1986 donde las Fuerzas Armadas eliminaron a unos 250 presos en tres cárceles limeñas donde se habían amotinado, pero a muchos de ellos los ejecutaron luego de su rendición. La corte Interamericana de Derechos Humanos condenó en el 2000 al Estado peruano por las ejecuciones extrajudiciales en la cárcel El Frontón y lo obligó “(…) a hacer el esfuerzo para localizar e identi car los restos de las víctimas y entregarlos a sus familiares, así como para investigar los hechos y procesar y sancionar a los responsables”. Por ello, las asociaciones y familiares senderistas retomaron todo el ritual público de las romerías ayacuchanas, reivindicando su condición de víctimas, pero no el modelo hegemónico de “víctima inocente”, sino uno que resalta la heroicidad de sus muertos. Y lo hicieron andando por las calles con los ataúdes en los hombros hasta llegar a un edi cio fúnebre que habían construido en el cementerio de Comas, un barrio popular de Lima. El edi cio ha sido considerado como un lugar de “propaganda terrorista” y, luego destruido, pese a no presentar ninguna marca senderista: tenía la forma de un retablo ayacuchano pintado en blanco y los nichos ocupados solo indicaban los nombres de los muertos enterrados.

 

M. C.: Valérie, lo que los cientí cos sociales hacemos es trazar conjeturas interpretativas, retomando un poco lo que dice Cliford Geertz “(…) el mundo es una urdimbre de sentidos y lo que hace el antropólogo es tirar de la madeja”. Te quiero preguntar si hay algo que todavía no has podido interpretar, algo que se resiste aún a tu interpre- tación antropológica de este fenómeno.

 

V. R. A.: Bueno, hay algo que siempre me llamó la atención respecto del passage à l’acte (paso a la acción). Racionalmente puedo analizar y hasta entender la violencia, siguiendo por ejemplo el análisis de es- tudiosos como Stathis N. Kalyvas, un politólogo que ha estudiado el fenómeno de violencia de las guerras civiles y su especificidad.11 Sin embargo, me sigue costando entender cómo gente como tú y yo, padres de familia o madres de familia fueron víctimas, pero algunos de ellos también se volvieron verdugos. O sea, cómo puedes pasar la línea. Precisamente yo trabajé con la biografía de un líder campesino que fue uno de los promotores de las rondas campesinas. Él fue victimado de manera atroz en la cárcel, pero también él se había vuelto un victimario, autor mediato o directo de las desapariciones forzadas de muchos campesi- nos vecinos con los cuales su pueblo tenía litigios de tierras y de linderos. Y ahí, emerge algo que puedes racionalizar, pero que siempre convive con algo que te cuesta comprender: cómo una persona se “barbariza”, cómo uno puede volverse un perpetrador. Puedes acudir a la teoría sociológica de la elección racional, pero me queda la interrogante. Es una pregunta más personal que tengo, no tan académica quizá o porque no sé aún cómo tratarla.

 

M. C.: Por último, quisiera pedirte que me cuentes cómo ha sido la recepción de tus trabajos en Perú y en Francia.

 

V. R. A.: Bueno, en el caso peruano, he hecho algunas restituciones en las universidades, en congresos, publicado algunos textos de opinión en línea. Hablando de las personas con las que he trabajado, si bien traje copias de mis artículos cuando les concernía yo creo que la acogida se ha dado fundamentalmente en el contexto de la proyección del documental para la cual invité a todos lo que habían participado del documental. Primero se lo hice ver a unos cuantos no más, porque temía que sus denuncias hacia militares o la divulgación de ciertos “secretos públicos” ante la cámara tuviese un impacto negativo para ellos, tenía miedo de haberlos puesto en peligro. Pero después me di cuenta de que no era así. Más bien, al contrario, el hecho de que dijeran las cosas en el contexto del documental y que estuviera grabado y circulara en cierto espacio público era como que los protegía.

En un momento Carla, la principal protagonista del documental, habla del soldado al que apodaban “el Sapo”, que era un asesino y fue responsable de la desaparición de varios pobladores mientras estuvo cumpliendo su servicio en la base militar de Ocros. Ella lo dice claramente en el documental. Cuando le pregunté si había algún problema con ese testimonio y si prefería que sacáramos esta parte sobre su denuncia, ella me respondió: “(…) el Sapo se ha casado con una chica del pueblo y vuelve todos los años. Que se quede así. Este asesino vive tranquilo. Quiero contarlo porque eso es lo que pasó”. De alguna manera, entendí que, además de ser muy valiente, el hecho que fuera una extranjera la que hiciera el documental le daba legitimidad a su testimonio y la protegía porque todos sabían quién había denunciado al Sapo y si algo le pasaba todos sabrían quién sería el responsable. Así que quedó firme su denuncia. En Francia ha sido interesante la difusión del documental porque la gente cuando piensa en América Latina en temas relacionados a violencia política, piensa en Argentina y Chi- le, de donde llegaron la mayor parte de los exiliados a Francia en los años setenta y ochenta. En cambio, se conoce menos lo que pasó en Perú o en Guatemala y pienso que tiene que ver con que los principales afectados no fueron gente de clase media, que tuviera acceso a los medios de comunicación, sino indígenas, gente que ha sido históricamente marginada.

Valérie Robin Azevedo y Marcos Carbonelli en el Centro de Estudios e Investigaciones Laborales, 2017 – Fotografía: Gabriela Salomone

 

La presente entrevista, junto con la de Francisco Ferrándiz, publicada en el número 11 de Clepsidra, com- pleta la serie que da cuenta del “giro forense” en el marco de políticas de gestión del pasado traumático, tal como lo precisó María Soledad Catoggio en la Introducción.

 

 

Valérie Robin Azevedo: hablar la misma lengua y el quehacer antropológico

Es doctora en Antropología Social y Cultural por la Universidad París X-Nanterre (2002) y licenciada en Lengua y Civilización Quechua por el INALCO (Institut National des Langues et Civilisations Orienta- les) de París (2003). Se desempeña actualmente como profesora principal de antropología en la facultad de ciencias humanas y sociales (Sorbonne, de la Universidad Paris Descartes). También dicta clases de historia y antropología andina en el diplomado de lengua y cultura quechua del INALCO de París. Es Investigadora asociada del Instituto Francés de Estudios Andinos (IFEA Lima, Perú), responsable del eje de investigación “Antropología política, memorias de guerra y violencia en los Andes”. Desde 1990 se ha especializado en el caso peruano y hecho foco en las sociedades andinas quechua hablantes. Sus investi- gaciones doctorales se abocaron al estudio de ritos funerarios y representaciones de la muerte y el “más allá” en comunidades campesinas de la región del Cuzco, donde realizó investigaciones de campo. Como resultado de esas indagaciones publicó en 2008 el libro Miroirs de l’Autre vie. Pratiques rituelles et repré- sentations de la mort dans les Andes de Cuzco (Pérou) y coeditó en 2009 el libro El regreso de lo indígena. Retos, problemas y perspectivas. Sus investigaciones posdoctorales, basadas en etnografías en comunida- des andinas peruanas, se inscriben en el cruce de una antropología de la violencia, de la memoria y del duelo. La entrevistada estudia tanto los procesos memoriales del poscon icto armado como las narrati- vas de memoria que emergieron luego del trabajo de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) en el Perú. En 2007, realizó junto con Nicolás Touboulm el documental Por los caminos de la violencia y coeditó el dossier “Los claroscuros de la guerra y sus representaciones” en el Boletín del Instituto Francés de Estudios Andinos (2014). Recientemente, fue publicado su último libro Sur les Sentiers de la violence. Politiques de la mémoire et con it armé, IHEAL, Presses Sorbonne Nouvelle (2019). En la actualidad in- vestiga el impacto de las políticas de reparaciones destinadas a las víctimas en el contexto de poscon icto, haciendo foco en las metas políticas y simbólicas de las exhumaciones y en los procesos de ritualización relacionados a los muertos y desaparecidos del con icto armado. Otra de sus obras, Retour des corps, parcours des âmes. Exhumations et deuils collectifs dans le monde hispanophone (2016), está actualmente en proceso de traducción para su edición en Colombia y Perú.

Marcos Carbonelli

Es Licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad de Buenos Aires, Magíster en Ciencia Política por la Universidad Nacional de San Martín – Instituto de Altos Estudios Sociales y Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires e investigador del CONICET. También es docente en la Universidad de Buenos Aires, en la Carrera de Ciencia Política y en la Universidad Arturo Jauretche, en el Instituto de Ciencias Sociales. Desde 2016 a la actualidad dirige el proyecto del Programa Conjunto de Formación entre la Universidad Sorbona París Cité y el Consejo Interuniversitario Nacional (USPC-CIN) “Usos, prácticas y regulaciones político-reli- giosas sobre el cuerpo. Debates y perspectivas en el campo de las ciencias sociales”.

Esta entrevista fue realizada el 4 de diciembre de 2017 en el Centro de Estudios e Investigaciones Laborales del CONICET en el marco del Taller “El cuerpo: ¿Soporte indispensable de los dispositivos rituales y del duelo?”, dictado por Valérie Robin Azevedo y organizado por el Programa Sociedad, Cultura y Religión. El trabajo de edición de esta entrevista, incluida la añadidura de notas al pie, ha sido responsabilidad de M. Soledad Catoggio, Secretaria de Redacción y Coordinadora de esta sección de Clepsidra. Revista interdisciplinaria de Estudios sobre Memoria.

1. Se refiere a la emergencia de la vertiente armada del Partido Comunista peruano, liderada por Abimael Guzmán, que en la década del ochenta inició la lucha armada y desplegó su accionar fundamentalmente en la región de la sierra de Ayacucho alrededor de 20 años. Sendero Luminoso irrumpió entonces con su guerra de guerrillas como forma de impugnación al proceso de democratización iniciado por la dictadura militar que había regido el país durante once años. Entre los años 1980 y 2000 tuvo lugar el llamado “con icto armado interno” entre las fuerzas de seguridad y los comités campesinos de autodefensa, de un lado, y Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, del otro. La Comisión de la Verdad y la Reconciliación estimó en 2002 la cifra de 69.280 muertos como resultado del con icto. Según este informe “Las proporciones relativas de las víctimas según los principales actores del con icto serían: 46% provocadas por el PCP-Sendero Luminoso; 30% provocadas por Agentes del Estado; y 24% provocadas por otros agentes o circunstancias (rondas campesinas, comités de autodefensa, MRTA, grupos paramilitares, agentes no identi cados o víctimas ocurridas en enfrentamientos o situaciones de combate armado”. Véase Comisión de La Verdad y Reconciliación, Informe Final, Anexo 2 “Compendio estadístico”, p. 1, recuperado de http://www.cverdad.org.pe/ifinal/
2. En algunas zonas, a instancias de las Fuerzas Armadas, los campesinos organizaron patrullas anti Sendero Luminoso que se popularizaron con el nombre de “rondas”.
3. Puede descargarse en https://numerisud.ird.fr/documents-et- lms/ lms/SUR-LES-SENTIERS-DE-LA-VIOLENCE
4 .Véase Scott, J. (2000), Los dominados y el arte de la resistencia. Discursos ocultos. México: Era.
5. Stern, S. (2009) [2004]. Recordando el Chile de Pinochet: En vísperas de Londres 1998. Universidad Diego Portales:
Santiago de Chile.
6. Abimael Guzmán fue capturado en 1992 y condenado por un tribunal militar a cadena perpetua. Ese juicio fue anulado en 2003 por el Tribunal Constitucional Peruano que consideró inconstitucionales los decretos presidenciales que autorizaban juicios secretos. En 2004 el proceso por la vía civil se vio interrumpido por fuertes discrepancias entre los magistrados que recién en 2005 lograron reimpulsar la causa por la que fue sentenciado en 2006 a prisión perpetua.
7. Gatti, G. (2013). Surviving Forced Disappearance in Argentina and Uruguay. New York: Palgrave Mac Millan.
9. Louis- Thomas, Vincent El cadáver: de la biología a la antropología, Fondo de Cultura Económica, México, 1989 [1980].
10. Véase eidon, K. (2014). Presentación. En A. Ballón Gutiérrez (comp.), Memorias del caso peruano de esterilización forzada (pp. 13-21). Lima: Biblioteca Nacional del Perú.
11. Veáse Kalyvas, S. N. (2010). La lógica de la violencia en la guerra civil. Madrid: Akal.